En noviembre de 1950 Frank Sinatra viaja repentinamente a Tossa de Mar (Gerona) para arrebatar a su prometida Ava Gadner de los brazos del torero Mario Cabré. El turbulento encuentro entre las dos estrellas de Hollywood, con llantos, anillo de compromiso y bofetada incluida, termina en boda y llena las páginas de la prensa franquista. Ava rodaba esos días Pandora y el holandés errante, una producción anglo-americana, donde la Costa Brava se convertía para la gran pantalla en el imaginario Puerto de Esperanza durante los años treinta. Será sólo el primer atisbo de la sorprendente y efímera transformación social, urbanística y económica, que sufrirán algunas ciudades españolas con el desembarco de la industria cinematográfica estadounidense. [...]
Dejando a un lado la diversidad del paisaje, las favorables condiciones climáticas y los fantásticos estudios cinematográficos con que contaba nuestro país, el motivo que atrae la industria estadounidense es principalmente político y económico. Al comienzo de los años cincuenta las productoras americanas sufren una profunda crisis, acuciada, si cabe, por la agresiva campaña gubernamental de la caza de brujas, lo que fuerza que muchos cineastas busquen una salida en Europa. Mientras en España, el periodo de autarquía había llegado a su fin y la situación política no parece suponer un problema para las grandes potencias, que deciden obviar la dictadura y someterla a un “ostracismo tolerante”. Las limitaciones de libertad y nuestras dificultades financieras pueden verse por las empresas extranjeras como una ventaja. La prohibición de que los trabajadores se organicen en sindicatos hace mínimas las exigencias del sector de técnicos cinematográficos y la inversión para producir un film es considerablemente menor que en Estados Unidos.
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