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III. El crack (J. L. Garci, 1981): “Creí que Alfredo Landa era mi padre”
Ahora bien, la película tiene un valor más añadido, un valor que, según mi parecer, transciende todo lo anterior, y que, además, viene a sumarse a mi opinión de que El crack no ha envejecido lo más mínimo, sino todo lo contrario. Es más, es nuestra generación (la de los nacidos en la década de los setenta) la que viene a darle un nuevo impulso y una revalorización a la recepción de la película, por motivos que van más allá de sus evidentes bondades formales, por otra parte, perfectamente perceptibles para cualquiera otra generación.
Me refiero a cuestiones puramente sentimentales. El crack, y su Madrid de principios de los ochenta, apela al tiempo y a los espacios de nuestra infancia. Viéndola es inevitable que sintamos en la garganta el regusto amargo y dulzón de los paraísos perdidos. Ese mechero del coche con el que Germán se enciende el cigarro al principio, durante los créditos, mientras suena la música de Jesús Gluck, que le acompaña en su retorno a casa, para mí es como la magdalena de Proust.
No cabe duda que la memoria y su capacidad para el recuerdo, que inevitablemente generan la nostalgia y la melancolía, son bastas y determinantes potencias a la hora de ejercer su influencia en la recepción de una obra. Y en este sentido únicamente añadiré que Alfredo Landa, ¡coño!, Alfredo Landa es como mi padre. Con ese corte de pelo y ese bigote, pero sobre todo con esa austeridad y esa dureza que parecían llevar marcada en la cara todos nuestros padres.
Sí, Germán Areta es exactamente igual que mi padre, con el mismo bigote y la misma mirada, y cuando más se le parece es en la escena en la que le dice al Moro que recoja sus cosas y que se largue, y luego permanece en silencio, ordenando impertérrito unos papeles sobre la mesa, mientras el otro le suplica que al menos le deje explicarse y pedirle perdón, <<déjame que te explique>>, pero uno sabe que no hay nada qué hacer, porque, para Germán, el Moro ya no existe sobre la faz de la tierra y porque lo que Cárdenas tiene delante ya no es un hombre, pues en todo hombre reside la capacidad para el perdón, sino una sorda piedra fraguada por la traición; que me río yo de los Bogart, los Ford y los Gagney, que al lado de Alfredo Landa parecen unos niñatos jugando a ser actores, una panda de amiguitos que tratan de imitar a sus héroes haciendo poses delante de la cámara que uno de ellos le ha robado a su padre, y me río también de todos los duros del cine clásico norteamericano y de los tipos cocidos a fuego lento.
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