31/5/09

VI. Ciudades reinventadas: La ficción hollywoodiense en España

Por Gema Fernández

A mediados de la década de los sesenta, las grandes compañías cinematográficas inician una acelerada carrera en la realización de wensters, propiciando la creación de poblados del oeste en diversos puntos de la península. El director Eduardo Manzanos establece el suyo en Hoyo de Manzanares (Madrid), Philip Yordan y Bernard Gordon lo hacen en Daganzo (Madrid). Otros se ubican en el desierto navarro de Las Bárdenas, la localidad madrileña de Colmerar Viejo, el Valle del Sol de Alicante o el malagueño Torcal de Antequera. Entre los innovadores escenarios del oeste a tamaño real destaca el que diseña Juan Alberto Soler en Esplugas de Llobregat (Barcelona), por encargo de la familia Balcázar, propietarios de los estudios cinematográficos del mismo nombre. Este lugar, conocido popularmente como “Esplugas City”, cuenta con tres sectores distintos: un oeste primitivo y minero de casas de madera, uno más moderno con construcciones de piedra y una aldea de ambiente mexicano. Sus calles contienen todos los estereotipos necesarios para identificar el espacio en la gran pantalla, (saloon, escuela, oficina del sheriff e iglesia), y sus edificios más representativos son montados y ambientados interiormente, convirtiendo el espacio en una ciudad casi verídica. Además de este enorme decorado, en el mismo pueblo barcelonés se construyen unos estudios de rodaje dotados con cinco platos más, almacenes, talleres técnicos, comedor, camerinos, etc. La distancia entre los estudios cerrados, donde también se caracteriza a los actores, y el far west al aire libre, provoca las situaciones más pintorescas para deleite y alborozo de los habitantes, pues las calles del municipio son frecuentadas por indomables indios y duros cowboys.

El proyecto de continuidad de los poblados del oeste se trunca con la aparición de los almerienses, donde no sólo se ofrecen construcciones convincentes, sino que además proporcionan un entorno desértico espectacular. El paisaje andaluz acompaña de tal modo al decorado que los propios norteamericanos cambian el desierto de Arizona por las poblaciones de Almería. Estas localidades del sur español alojan las más representativas villas del oeste americano, tanto por la cantidad de rodajes que albergan como por la extraordinaria transformación que se produce en su entorno. El fenómeno originado por la industria cinematográfica en esta provincia, aparece como un relevo al vacío dejado por el imperio Bronston. Almería, relegada conscientemente al olvido por el régimen franquista, se encuentra durante los años cincuenta sumida en la absoluta miseria: calles sin alcantarillado, carreteras destrozadas como único acceso a la ciudad, un número irrisorio de escuelas o una infraestructura hotelera limitada a dos pensiones sin agua caliente. Sus habitantes, obligados por la imposibilidad de subsistir, emigran masivamente a Cataluña o a países como Alemania y Francia. En este ambiente de enorme pobreza aterrizan los primeros rodajes de películas, frente a una población sorprendida, que obviamente no posee ninguna cualificación técnica relacionada con el cine, ni conoce otro idioma que no sea el autóctono. Las superproducciones desbordantes en medios y plagadas de estrellas del celuloide topan frontalmente con una realidad desmoronada. Los rodajes iniciales permiten la formación de profesionales del cine, desde stund mans a taxistas, que trabajarán después de manera estable en la industria durante casi quince años.

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